¿Cuánto tiempo tardaron en crecer los chopos junto al viejo puente sobre el arroyo Tejadilla?
Hoy me lo pregunto, aún abatida por la pérdida del paisaje que pinté. Porque he perdido una parte del cuaderno de apuntes donde comencé a conocer el valle entre paredes de rocas calizas, ocres y anaranjadas. Allí, a mediados de octubre me senté a pintar al sol que auguraba amable y que poco a poco comenzó a calentar mi cara, mi cabeza y todo mi improvisado espacio de pintura. Aún así, conseguí atrapar los verdes oscuros de la chopera destacándose antes y después de la línea que cortaba el puente de piedra sobre el arroyo Tejadilla y que fue parte del antiguo Camino a Segovia como describen los planos de siglos pasados. Pinté junto al agua, escasa y discreta bajo una bóveda pétrea y vegetal de la que emergían los troncos más arriesgados entre las ramas que subían por la roca.
Utilicé el tronco de un despeinado fresno para apoyar mi paleta. Y subí por el camino de arena y escombro de vuelta a la nacional 110 acalorada pero contenta y llena de luz.
Catorce días más tarde vuelvo, tras unos días de lluvia que espero hayan coloreado por fin de otoño el valle de Tejadilla. Y al doblar la última curva, en un día nublado y algo ventoso, no consigo reconocer el paisaje. Es otro lugar, es otro valle, es otro escenario diferente al que dibujé y aprendí en cada línea. Pero no. Estoy exactamente en el mismo recodo en el que me senté a pintar, solo que ya no hay árboles. Están todos talados, extendidos en el suelo. Sus ramas colocadas horizontales, están llenas de los tonos amarillos y ocres que venía buscando pero, mortecinos, apagados, colores muertos en las hojas muertas.
Me siento. Lo siento. El puente está desnudo. No hay colores que lo dibujen ni vegetación que lo abrigue. Solo los sillares clareando en un día gris. Abajo, una gran explanada de troncos blancos entre ramas cargadas de hojas antes doradas, ahora pálidas notas de lo que fueron o quisieron ser amarillos y verdes.
Camino en silencio, me pesa algo dentro. La mochila con las pinturas se hace de cemento. Bajo por el valle y la senda se vuelve angosta. Vuelvo a subir y llego a través de una colcha de hojas, ramas, trozos talados de tronco y zarzas aplastadas al lugar en donde 15 días antes había permanecido observando el agua y las raíces de un árbol joven que se introducían en el río agarraradas a una roca. Cerca había una choza con ramas y más allá se oía el agua encerrada por el colector. Pero allí había un trocito de luz y valle que dibujé y me llevé. Hoy apenas lo distinguía, desnudo, desabrigado y cubierto de ramas cortadas de chopo. Volví al camino y seguí subiendo hasta donde aún no habían llegado las máquinas. En ese pedacito de valle, junto al agua, he vuelto a permanecer observando la luz, las sombras, la penumbra entre las ramas, el otoño que ya colorea algunas hojas. Y he pintado. Con la pena por los que han perecido y el temor de constatar que quizá, los que hoy estoy dibujando, ya no estén la próxima vez que venga.
Por cierto. Las ortigas caducas de otoño siguen picando las manos desprevenidas que colocan el cuaderno en el suelo.